Mi pensar no tiene una lengua materna y es sólo una sucesión de traducciones, de desplazamientos, de adaptaciones a condiciones cambiantes.

martes, 1 de marzo de 2011

GIORDANO BRUNO


El 17 de Febrero de 1600, tras ocho años de prisión y tortura, Giordano Bruno es quemado vivo en el Campo dei Fiori (Roma). Una cruz, formada por dos pinchos que atraviesan su lengua y sus labios, impide que el filósofo se dirija a la multitud mientras es conducido a la hoguera.

En la sombra de su encapuchada estatua un grupo de curillas se lo pasa alegremente.


La modernidad empezó con una hoguera, sin antes sentenciando al quién se atrevió con el oscurantismo como herético impenitente, pertinaz y obstinado.
Desgraciadamente, la Iglesia nunca se ha disculpado por ejecutar a Bruno. Tal vez, algunas herejías todavía son muy peligrosas para perdonarlas, a pesar de sus méritos científicos. La modernidad sigue siendo la asignatura pendiente de esa institución criminal, mientras sus numerarios disfrutan del universo luminoso de la plaza, sólo posible en un mundo que permita un pensamiento creativo y un espíritu crítico libre.

En un experimento mental, Bruno se imaginó alejarse de la tierra y yendo hacia la Luna, esta se hacia cada vez más grande y la Tierra empequeñecía. Desde la Luna, la Tierra parecía el satélite. Si Bruno hubiese ido todavía más allá, hubiera podido ver la Tierra y la Luna como meros polvillos esparcidos en un Cosmos Infinito.

La cuestión tan crucial como distinguir entre la apariencia de las cosas y la cruda realidad sigue pisoteada al otro lado de Tevere, en el Vaticano.
Cuatro siglos después de la muerte en la hoguera, el Vaticano deploró su veredicto contra el filósofo, pronunciado por la Inquisición, calificándolo como "un triste episodio de la historia cristiana moderna". No obstante "el profundo pesar de la Iglesia por esa muerte atroz" y la rehabilitación del Bruno-teólogo no van acompañados con el reconocimiento de su sabiduría, "incompatibles con la fe cristiana". Paradojas vaticanas. Pero esos curillas pasándolo bien alrededor de una mesa en la plaza dónde tuvo que morir el filósofo, dan razón a Bruno.



La Piazza Campo dei Fiori es una plaza colorista, animada por la diversidad, acogedora e incluyente. Su historia es igualmente pintoresca. Desde un prado con vistas al Pompeyo, pasando por ser un barrio de posadas y burdeles con los cuales tuvo que ver el Papa Borgia Alejandro VI, ahora es un punto de encuentro entre los residentes y la variopinta clientela extranjera.


Todo lo contrario de la prepotente Piazza de San Pietro, con la grotesca fila india de los rebaños que acuden allí esperando su momento de gloria al conseguir las entradas a los aposentos papales.
Cada paso que les acerca a las puertas de la Basílica les borra los rasgos de animación y espontaneidad.
Para mí, el pasaporte a la gloria, es el deleite de la profundidad de los rojos en la copa del magnífico vino rosso degustado en la plaza de Bruno. Esta es la papeleta que admito comprar para acceder a su universo infinito; él que se construye desde el saber y la ficción.